Los que luchamos contra la adicción sexual tenemos una manera especial de convertir cualquier cosa o cualquier persona en un salvavidas para escapar del dolor. Primero los convertimos en un salvavidas para nadar entre el pecado, y luego en ídolos, pequeños dioses que creemos que nos va a rescatar. Así puede suceder con la asistencia a una iglesia.

Tristemente, dentro de una congregación, podemos seguir con esta conducta enferma. Los que luchamos contra esta adicción somos buenos en “manipular las reglas del sistema”, para nuestro beneficio. Buscamos la manera de que las estructuras de iglesia sirvan para seguir nadando en pecado, sin tener que dejarlo.

En vez de aproximarnos con humildad y rendición a una iglesia para recibir sanidad a la manera soberana en la que Dios quiera sanarnos, a través del arrepentimiento, la exposición a la Palabra y la comunidad de los creyentes, nos acercamos a la iglesia a demandar reconocimiento, atención, entretenimiento – como si fuera algo que merecemos por nuestro sentido de superioridad. Tal es el corazón orgulloso del adicto sexual.

En el fondo, estamos buscando rescate – pero a nuestra manera.

Yo mismo me acerqué alguna vez así a una iglesia, no buscando al Salvador, sino demandando que los líderes y los grupos y los ministerios me salvaran. Hice esto de muchas maneras, pero dos sobresalen: Demandar aprobación y demandar pertenencia. Ambas caras de un mismo pecado de orgullo.

Me explico con más detalle cómo me aproximé a una iglesia con motivos egoístas:

Demandando aprobación. Me involucré en el servicio con la secreta expectativa de obtener cumplidos de vuelta, y reconocimiento por “mis talentos”. Mi vacío interior fue tan grande que servía por hambre emocional, y no por genuina gratitud por haber sido salvado del pecado.

Demandando pertenencia. No quería rendirme a la cruz de Cristo para ser parte de la familia de Dios, pero quería usar a la gente para hacerme sentir parte de algo especial. Me llené de resentimiento contra líderes y pastores porque no llenaban todas mis necesidades familiares y sociales de inmediato. Y me desesperaba que a pesar de estar en compañía, seguía sintiendo soledad por dentro. Estaba buscando que la gente me rescatara de mi aislamiento, pero no estaba rindiéndome a Cristo para que él fuera suficiente en mi vida.

Durante algunos años dejé de congregarme activamente por ese resentimiento, por decepción y por frustración. Me costó mucho aceptar que Dios siempre estuvo allí para mi sanidad. Fue mi falta de rendición me hacía culpar a “los cristianos” o a “la gente de iglesia” del pecado que seguía conmigo.

Ahora estoy en un mejor momento en mi vida cristiana, después de pagar algunas consecuencias por esta idolatría. Aún no he llegado al final de este camino, pero tengo mayor entendimiento y paz al respecto. Tenía un concepto muy equivocado de lo que la iglesia es. No son son mis sirvientes ni tampoco mis ídolos. La iglesia tampoco es un supermercado para mi consumo. No es una máquina expendedora a la que acudo cuando tengo hambre emocional.

Pude aprender que la iglesia es el cuerpo de creyentes que formamos por pura gracia, como un regalo inmerecido que viene con la salvación. Ahora sé que toda la aprobación que necesito se representa en la cruz de Cristo. Nadie nunca me ha amado con un amor tan grande. Eso me ayuda a recordar que en el pecado sexual tampoco encontraré aprobación.

Sé también que soy parte de una gran familia espiritual. Sé que soy hijo y hermano, por virtud de un Padre celestial que se acercó para salvarme. Ahora soy familia por un Hermano Mayor que fue a la cruz por mí. De allí nace todo mi concepto de pertenencia y familia. Tampoco encontraré pertenencia en el pecado sexual, si sé en dónde está mi verdadera familia.

Aún me cuesta vivir esto al 100%. Pero la obra de Dios constante me ha permitido asistir a una iglesia con gozo en vez de convertirla en otra forma de adicción.

¿Has vivido tú algo similar? Comenta.